Las noches de verano olían a tierra recalentada, a calle recién rociada, a campos de pimientos regados, a higueras, a jazmines, a hinojos, a humareda de las ollerías, a galanes de noche, a fritadas, al salitre del Levante… (Cada uno que cierre los ojos y añada su olor).
El verano era esperado y disfrutado cada día sobre todo por los niños, desde la mañana hasta que caían rendidos por la noche en sus camas, tantas veces con los pies sucios de chancletear por las calles sin asfaltar. Sí, el verano era de los niños, que ni se daban cuenta del calor porque ya era bastante corretear en libertad por las calles sin acordarse del aburrimiento y el encierro de la escuela.
El otro día iba un niño andando solo por la acera al sol. Ya me llamó la atención que caminara solo por la calle. Luego me di cuenta de que el crío no sabía que en verano había que buscar la acera que está en sombra. Los niños de entonces sí que lo sabían, porque eran expertos callejeros.
Entonces, en nuestro pueblo, había barrios en construcción. Se alternaban las casas recién hechas con las casas que se estaban construyendo, con los solares en los que enseguida se obraría otra casa. Eran barrios semisalvajes, a medio urbanizar, llenos de niños porque la mayoría de las familias estaban en edad y en disposición de reproducirse. El baby boom: tres, cuatro, cinco niños en la mayoría de las casas.
Y las estrellas, los niños se entretenían mirando el cielo: mira que luna tan redonda; luna lunera, cascabelera; vamos a contar estrellas; cuál es tu estrella favorita; cuál es tu estrella de la suerte; mira, un cometa, pide un deseo… Aquello era posible porque el alumbrado público era pobrísimo. Una cosa por la otra.
El verano era un tiempo de disfrute ancho y largo. ¿Y ahora? Seguramente a los que fuimos niños entonces nos parezcan más deslucidos. No nos equivoquemos, simplemente es que aquellos fueron los veranos de nuestra infancia, en lo que todo lo que sucedía estaba lleno de vitalidad y era una promesa de futuro.
Dolores Lario
